OMAR G. VILLEGAS

Ciudad de México, 1979. Periodista con más de 23 años de andares. Escribe para “Ventaneando” y otros programas del Estudio de Espectáculos de Tv Azteca. Ha publicado en periódicos y revistas como Reforma, El Universal, El Día, ¡Quién!, The Huffington Post. Fue profe de Periodismo en la Ibero. Autor de «El jardín de los delirios» (Textofilia, 2012). Estudió Periodismo en la UNAM, la maestría en Estudios Latinoamericanos en la USAL con beca de la Fundación Carolina y la maestría en Historia del Arte en la UNAM. Cocina. Lee poesía, fantasía y ensayo. Practica funcional, yoga, pilates y lo que se sume. Evita comer carne. Ama la piña. Se engenta fácil. Ve cine animado y de ciencia ficción. Su tema favorito: el fin del mundo. Con disautonomía y Síndrome del Intestino Irritable

Chico de área metropolitana / IV

Cuando comencé a ir y venir de Chalco a la Ciudad de México a finales de los 80 el recorrido no era de horas como ahora. Actualmente se desperdician cuatro, cinco, seis horas al día en trayectos. O más. Sí, ¡más! Recuerdo que una vez, debido a que una fuerte lluvia inundó el Oriente, como ya es común, hice unas seis horas de camino a casa tomando cuanto ineficiente y rebasado sistema de transporte público podía, cuanta destartalada vía era posible. Aquella tarde me sentí una escoria. Como si el mundo me dijera a mí y a las hordas de personas que estaban como yo, que no valíamos nada. Que nuestro calvario no importaba. Que éramos, no ciudadanos, basura.

En los 80 apenas en unos minutos se salía de la mancha urbana chilanga y aparecían sembradíos y campos verdes que, poco a poco, fueron arrasados por el desparramamiento de la capital. Fui testigo del surgimiento de “Valle de Chalco Solidaridad”, fundado en 1994 por el entonces Presidente de México Carlos Salinas de Gortari a partir de su programa de asistencia social “Solidaridad”, que inició ahí.

Quienes llegamos a vivir en esas áreas tuvimos que «ingeniárnolas» para sobrevivir, a costa de lo que sea, del ambiente mismo, de la civilidad, de la cordialidad. Se originaron suburbios polvorientos en los días secos y fangosos en los días lluviosos, con jaurías de perros callejeros, con casas imposibles y calles desordenadas, imperios de comercio informal e irregularidad, de espaldas a la urbe, a la «civilización», al «progreso». A la dignidad.

Años y años más tarde, se fueron pavimentando esas calles y avenidas, llegaron algunos centros comerciales y tiendas a esa zona, algunas líneas de transporte, parques, «comodidades». Demasiado tarde. Pululan la delincuencia, la marginación, la violencia de género, el deterioro constante de la calidad de vida sin importar la cantidad de programas asistenciales y educativos que se implementen.  Vivir en los márgenes no es solo un asunto de pobreza, también de exclusión en el ocio, la educación, la convivencia. La vida digna.

Desde hace unos 15 años no vivo en el Oriente. Después de que salí de la universidad (también estudié en el Oriente) y comencé a trabajar, me mudé a la Ciudad de México en que nací. Regreso cada vez con menos frecuencia a Chalco, aunque ahí sigue la casa de mi familia. Me desvinculé del Área Metropolitana, con alivio y con culpa, pero mantengo el recuerdo de cómo la padecí todos los días. Nunca me fue entrañable. Admiro a quienes son capaces de encariñarse con una vida así, de mantener la humanidad y ser generosos, amar, ayudar, ser honestos, aun cuando todo te empuja a la barbarie.

La primera noche que dormí fuera de la casa de mis padres, en mi primer apartamento rentado en la Capital, en la colonia Cuauhtémoc, descansé como nunca antes ni después. Plácidamente. Me dijeron que sería difícil. Que extrañaría mi casa. Ni por un segundo fue así.