OMAR G. VILLEGAS

Ciudad de México, 1979. Periodista con más de 23 años de andares. Escribe para “Ventaneando” y otros programas del Estudio de Espectáculos de Tv Azteca. Ha publicado en periódicos y revistas como Reforma, El Universal, El Día, ¡Quién!, The Huffington Post. Fue profe de Periodismo en la Ibero. Autor de «El jardín de los delirios» (Textofilia, 2012). Estudió Periodismo en la UNAM, la maestría en Estudios Latinoamericanos en la USAL con beca de la Fundación Carolina y la maestría en Historia del Arte en la UNAM. Cocina. Lee poesía, fantasía y ensayo. Practica funcional, yoga, pilates y lo que se sume. Evita comer carne. Ama la piña. Se engenta fácil. Ve cine animado y de ciencia ficción. Su tema favorito: el fin del mundo. Con disautonomía y Síndrome del Intestino Irritable

Chico de área metropolitana / V

Los suburbios del Oriente de la Ciudad de México son un dormitorio ingente y desaliñado. Millones de personas prácticamente solo duermen ahí porque desde antes del amanecer comienzan su peregrinar al trabajo o la escuela en la Capital, que queda tan cerca y a tantas y tantas horas de camino de ida y regreso. Vuelven exhaustos en la noche, entre más tarde ¿mejor? porque creen que ya pasó el caos, que en realidad nunca termina.

Desde las cuatro de mañana miles y miles y miles y miles de peregrinos, cansados, somnolientos, enojados, salen de sus casas a las oscuras calles, ahí donde tantas chicas desaparecen o amanecen muertas y violentadas, donde el silencio inquieta, hacia la autopista México-Puebla, que al amanecer ya es un estacionamiento descomunal aunque con los años sumaron y sumaros carriles que nunca alcanzan.

Coches, camiones, combis, camionetas, motos, algunas bicis. Todo se vale, todo sirve para tratar de trasladarse. Los pies también si es necesario. Los reglamentos no importan, solo la urgencia de llegar para que no te descuenten el día, para alcanzar la clase, la cita con el médico, lo que sea que tengas que hacer. Quizá por eso tengo adherida una sensación de prisa constante, de que las pausas no se valen porque te alcanza la vorágine, porque cinco minutos se pueden convertir en una hora más de camino si los infortunios se alinean para que así sea: una lluvia, una manifestación, un accidente, un mero auto detenido, algo que nunca alcanzas a saber y menos comprender. Rige la ley más fuerte. La anarquía: vehículos que se suben a banquetas, que atraviesan sitios prohibidos, que van detrás de ambulancias que se abren paso a frenazos. La novedad de estos días es que los asaltantes aprovechan el tráfico para depredar.

Y por más que ignores las normas y logres avanzar un tantito (tantito nomás), terminas atorado. A vuelta de rueda. El tránsito de la autopista se prolonga en la avenida Ignacio Zaragoza: la continuación chilanga de la “pista”, donde se construyó una línea de metro suburbana que, pese a la inseguridad y los asaltos dentro de los propios vagones, va atiborrada. En un tramo de la Zaragoza ya hay también metrobús.

La parte chilanga del trayecto es la más monstruosa. La Zaragoza yace sobre terrenos fangosos y se convirtió en una montaña rusa. Subidas y bajadas irregulares y baches que con las lluvias se transforman en albercas y ríos de lodo y aguas negras, que se salen de coladeras atiborradas de basura y tierra de los camellones destartalados.

Un día de lluvias ahí luce como un pueblo azotado por un tsumani. Coches flotando, gente atrapada, gente desesperada, gente casi nadando en el agua turbia. Gente rentando lanchas. Gente haciendo dinero cargando a otra gente hacia un sitio menos empapado. Gente durmiendo donde pueda, en el transporte, en el auto, en la calle; haciendo filas enormes en las ruidosas, desvencijadas, grafiteadas, malolientes bases de combis y camiones. Si anda del baño, cualquier rincón es propicio para desahogar las premuras del cuerpo.

La Zaragoza es una avalancha de comercio informal, tristes camellones con árboles enfermos o moribundos y matas raquíticas, unidades habitacionales deterioradas, los restos de uno que otro balneario de los que abundaron en esa avenida en los 60 y 70. Acercándose al aeropuerto hay ya plazas comerciales, supermercados y restaurantes. El desastre de los suburbios orientales de la capital se desvanece, solo un poco, conforme te internas en la urbe.

El aberrante peregrinar es todos los días a todas horas. Alcanza su diabólico cenit en las horas pico y en los días de fuerte lluvia cuando la Zaragoza se convierte en un manglar, las avenidas afluentes de aguas puercas, las personas animales condenados a la suprema marginación.